2/18/2013

Los papeles de Alí


  Tuve que esperarla más de dos horas, de pie bajo la lluvia, helándome de frío. Finalmente llegó. Abrió la puerta y subimos sin cruzar una palabra. Entramos en la habitación y empezó a besarme, a arrancarme la ropa. Aguarda un poco, le dije, y ella calla, déjate hacer. Su lengua revoltosa se retorció en mi boca. Tomó mi mano, la llevó a su culo y apretó con fuerza. La suya frotaba mi entrepierna. Me tiró en la cama de un empellón, riendo. Sus ojos brillaban. Te quiero, dije; calla, repitió mientras se sentaba a horcajadas sobre mí. La excitación me ganó enseguida, sus gemidos precipitaron mi orgasmo en cuanto se hizo penetrar. Tres, cuatro sacudidas a lo sumo y me derramé dentro como un principiante. ¿Ya? y había irritación en su pregunta. Perdona, murmuré. Me tienes harta, Alí. Cada vez que pronunciaba mi nombre un espasmo me azotaba el pecho. ¿Por qué sólo lo dices para protestar? ¿Qué? Mi nombre. No empieces, Alí. ¿Lo ves?, otra vez.
  Desmontó para encender un cigarro y se encerró en el baño. Escuché correr el agua de la ducha y prendí un cigarro también yo. Miré arriba, al techo, la pintura desconchada de otra habitación anónima, los insectos muertos al trasluz en el cristal del deprimente plafón, siempre en pensiones mortecinas y ruinosas, desde que llegué, y eso con suerte. Miré abajo, mi cuerpo moreno, mi sexo encogido, impregnado aún, húmedo. Sentí frío. No me acostumbro al frío del norte, ni a la lluvia.
  Salió del baño bien acicalada. ¿No te vistes? inquirió, rezumando hastío. Callé. Haz lo que quieras, prosiguió, la habitación está pagada hasta mañana. Saldré luego, añadí, he quedado con el párroco ése, dijo que me ayudaría. ¿Ese? replicó ella, ya sé yo lo que busca ése. ¿Qué insinúas? le pregunté. No conocía al sacerdote, sólo había hablado con él por teléfono, en una ocasión, aquella misma mañana, apenas dos minutos. Tampoco me quedan más opciones, continué, si no renuevo ya papeles acabarán echándome. No empieces otra vez, Alí. No empiezo nada, es sólo que a ti te importa un bledo si me expulsan o no. No es verdad. Claro, no es verdad, una polla así no es fácil de encontrar por estos pagos. No entiendes un carajo, Alí. Yo he sido sincera, nunca te he ocultado nada, y tú dices que quieres aceptarlo así, pero está claro que no puedes. Pero sabes que sería muy sencillo, que podrías arreglarlo si te diera la gana. Te he dicho mil veces que no pienso casarme contigo, Alí, ni lo sueñes, ¿de veras crees que estoy tan loca? Que nos acostemos juntos de vez en cuando no significa nada. ¿Nada? yo, ingenuo. ¡Nada! ella, tajante. Y ahora me voy. Cogió su bolso. ¡Espera! exclamé. Me levanté de la cama y sentí el suelo helado bajo mis pies. ¿Qué quieres? Nada, respondí, sólo que charlemos un rato. ¿Charlar? Lo siento, Alí, ahora tengo que irme. ¿Adónde? Tengo una cita. ¿Con quién? Ya lo sabes, no insistas. Con él sí, ¿no? Con él sí, ¿qué? A él sí piensas cazarlo, ¿no es eso? Callaba, y su silencio me enardecía como una descarga eléctrica. ¿Sólo somos eso?, ¿una buena polla o una cuenta corriente? Estás mal, Alí, no lo pagues conmigo. Me voy. No, no te vas. La agarré del brazo. Vas a quedarte un poco más, conmigo. Me haces daño, suéltame. Vas a escucharme tú ahora. ¡No aprietes tanto!
  Le solté un bofetón con toda el alma y cayó de bruces. Me miró con odio, espetándome una sonora carcajada. Sentí dolor de la humillación. Ella reía y reía, y su risa tenía un sonido horrible. No podía soportarlo, las lágrimas se me escurrían de los ojos, nublándome la vista. Su risa no cejaba, infernal. ¿Qué voy a hacer ahora? grité. Eso no es asunto mío, ella, gélida como un glaciar. Rió de nuevo. Me enfurecía oírla. Volví a pegarle, con más rabia. Se asustó. Ver el miedo en su semblante me hizo reír a mí esta vez. Volví a castigarla aún más duramente, con el puño en la sien. Clamaba. Me abalancé sobre ella, inmovilizándola con mi peso. ¡Puta! mientras le golpeaba la cabeza contra el piso.
  Después sólo recuerdo estar en la calle, bajo la lluvia y el frío, temblando, empapado, esperando al párroco en la puerta de la iglesia. No aparecía. Aquel bastardo también me hacía esperar. Llegó, finalmente llegó exhibiendo una estúpida sonrisa. Yo estaba furioso. Entramos en un bar y comenzó su perorata insufrible, apenas escuché una sola frase de lo que dijo, pero podía advertir la tierna compasión con que observaba mi infortunio desde su seguridad, clavándose en mi cuello como un cuchillo, cortante, sajándome por dentro. Sentí náuseas y corrí al retrete a vomitar. Él se quedó pasmado, mirándome con una mueca despectiva. Me lavé la cara, las manos, me mojé la nuca y me enjuagué la boca. El frescor en la garganta me apaciguó un poco. Salí de nuevo. No, la verdad era que no me encontraba bien. Sí, tal vez lo mejor fuese tomar aire, respirar hondo el aire de la noche. Afuera seguía diluviando. El cura no cesaba su parloteo; yo no escuchaba. Era como un runrún indescifrable que martilleaba mis oídos. ¿Va a ayudarme? le pregunté al fin, ¿logrará que renueve los papeles? ¿sí o no?, para eso ha venido, ¿verdad? Permaneció callado un instante y luego dijo que sí, pero también dijo que no era seguro, y que no resultaría fácil. Tengo frío, dije yo, tiritando. ¿Tienes dónde pasar la noche?, preguntó. Sí, he alquilado un cuarto en una pensión cerca de aquí. Sugirió acompañarme para tratar allí los detalles necesarios. Asentí y le señalé el camino. Poco me importaba ya cualquier cosa, andar o quedarme parado, mojarme en la calle con el estómago vacío o dormir caliente después de un festín. Sin trabajo, sin dinero, solo. Lo único que deseaba era conseguir los malditos papeles para dormir en paz, aunque sólo fuera una noche, dormir.
  Abrí la puerta de la habitación sin pensar en lo que hacía. Ella seguía allí, tumbada boca abajo sobre el charco de su sangre oscura, pastosa. El cura emitió un alarido chirriante. Cerré la puerta y le pedí que se calmara. Le acerqué una silla y le expliqué que habíamos reñido, que le había pegado pero que pensaba que estaría bien, que se habría marchado ya cuando yo regresara. Y allí estaba, muerta. Yo la había matado.
  Rompí a llorar y de rodillas me aferré al párroco suplicándole auxilio. Estoy solo, sollocé. El clérigo tomó mi cabeza entre sus manos, acarició mis cabellos. Me rogó sosiego con voz suave. No temas, susurró dulcemente, yo te ayudaré, tranquilo. Levantó mi cabeza sosteniéndola entre sus manos delgadas, pálidas. Acercó la suya. El caudal de lágrimas chorreaba por mis mejillas. De pronto sentí su lengua fría en mi boca, moviéndose de un lado a otro como un reptil nervioso. Lo arrojé lejos de mí con toda la fuerza de que fui capaz, salió por los aires su cuerpo menudo y al caer dio con la cabeza contra el suelo. Sonó un chasquido sordo, un hilo de sangre manó de entre sus labios, sus miembros se convulsionaron dos, tres veces, y se quedó rígido.



  Los periódicos locales no cuentan nada de esto. Tampoco la televisión. Ni la radio. A la salida del juzgado la turbamulta hacía guardia. Me escupían con cólera, me lanzaban imprecaciones y amenazas; un huevo podrido me alcanzó de pleno en el rostro mientras los policías me empujaban a rastras dentro del furgón. Como un perro. Nada puedo esperar ya. A sus ojos soy un asesino frío y sin escrúpulos; yo encarno la crueldad. Soy un monstruo que nada merece. Ni siquiera nombre tengo ahora. Todas las noticias me refieren con sólo dos palabras: «el marroquí». Al principio me costó entender que hablaban de mí, no me reconocía en ellas. Sigo sintiéndolas algo ajeno, lejano. Solamente por casualidad me tocan. Me he convertido en lo que ellos quieren que sea. Soy lo que estaban buscando, lo que más necesitan. Prestarme a ello ha sido el más infame de todos mis crímenes. 


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