1/25/2013

Mis problemas con la televisión


  Ayer, mientras me comía una deliciosa pizza delante de la tele, asistí a la ejecución de un hombre. En la imagen, su figura se recortaba de espaldas en medio de un pedregal polvoriento, arrodillado y maniatado, con una venda en los ojos. En primer plano, una silueta oscura le apuntaba con el fusil. Luego, un disparo sordo, la ráfaga iluminando, un instante, y el cuerpo de aquel hombre se desplomó en el suelo como un saco de cebollas.
  Mi reacción inmediata, automática, instintiva, no pensada, consistió en dejar de comer, como si mediante el ayuno pudiera expresar mi condolencia. Pero no sentí dolor. Apenas podía sentir nada. Continué con los ojos clavados en la pantalla, contemplando el enésimo homenaje que el mundo rendía a un futbolista.
  Recuerdo haber presenciado otras veces escenas semejantes en televisión, recuerdo entristecerme o indignarme ante ellas, cambiar de canal o apagar la máquina con horror. Pero no ayer. Ayer permanecí inmerso en mi inercia de telespectador, arrastrado por la espiral de imágenes, sin saber qué pensar, ni cómo.
  Horas después, avanzada la tarde, la secuencia se repetía en mi memoria. El hombre de espaldas, arrodillado, la detonación y el fulgor, y el cuerpo que caía. Una y otra vez.
  Esta mañana he vuelto a recordarlo con nitidez, y sigo sin saber con certeza qué pensar. Es más, me pregunto si debo o no extraer alguna conclusión de todo esto.
  Un hombre armado mata a un hombre indefenso. Algo que ha ocurrido desde el origen de la humanidad y que, por tanto, puede considerarse como propio de la naturaleza humana. Algo que, en cualquier caso, no constituye una novedad.
  Lo nuevo estriba en que ese hecho es registrado y transmitido a todo el orbe de manera instantánea. Podemos verlo aun estando a miles de kilómetros. ¿Nos ayuda eso a comprenderlo?, ¿dice algo de nosotros mismos?, ¿debería hacerlo?
  Lo primero que observo es el rechazo. Sin excepciones, el hecho es condenado por cualquiera que tenga noticia de él. Pero esa negación no impide que el asesinato se repita. Ahora mismo, en algún sitio, un hombre armado está matando a un hombre indefenso, y mañana otra noticia mostrará la nueva imagen de ese mismo acto.
  Condenar una acción no evita que esa acción vuelva a producirse. ¿De qué sirve, entonces, el juicio?
  Para encontrar un sentido, sólo puedo interpretar todo esto de una forma: veo al asesino y lo juzgo cruel, malvado. Me veo a mí mismo, que no soy un asesino, que no soy, por tanto, cruel ni malvado como él. Y entonces pienso: soy bueno.
  Sin embargo, ¿podría llegar a esa conclusión de no existir el asesino?
  ¿Qué es peor, un asesino o quien necesita de asesinos para saberse bueno?
  Otra posibilidad excluye juicios, pero temo que también el sentido: un hombre armado mata a un hombre indefenso. Yo no soy un asesino, ni voy armado; aunque tampoco me han asesinado, ni estoy indefenso. ¿Me parezco a alguno de ellos?, ¿no soy humano como ellos?

1/13/2013

Curvas


  Cada vez que corto un pedazo de cartón para la boquilla de un porro, me paro a pensarlo. Siempre enrollo la boquilla en espiral. “Esta espiral abrirá un camino” –me digo. Pues no encuentro manera más rápida y fácil de abrir camino, de «hacer camino», como decía el poeta escribiendo, que esa espiral. Así que prosigo mi camino buscando el encendedor en un bolsillo. Prendo el cigarrillo de cáñamo y a través del tubo de cartón, la sustancia, entra y fecunda la sangre de mis pulmones, directa al cerebro por las carótidas, ahíta de oxígeno.
  El jardín resplandece. Crea formas. Siluetas contra el disco borroso del sol, que lanza a mis ojos trozos del filo de su circunferencia ígnea, sin recorrerla, no deja recorrerse el sol de cuánto brilla y se ve claro. Es una instantánea espiral negra con pétalos bermejos de flores de pascua contra el cielo espumoso del sol nublado de música y alimentos.
  -Alucinación –escucho que digo.
  -Eso es sólo una manera de llamarlo –me contradice para mi sorpresa la imagen del espejo.
  -“Eso” –replico, marcando las comillas con los dedos alzados de mis manos- es una carta blanca salvaje.
  -Pues si de “eso” se trata –continúa ella, es decir, yo, remedando mi propio gesto-, déjame hablar del relieve de surcos en la piel de piedra de las palmeras, de racimos de dátiles color naranja, de rosales amarillos empreñados en lechos de tréboles, de pinos monumentales, de cien ramas, altísimos y verdes, llenos de piñas y raíces, de animalillos pequeños, del petirrojo, la serpiente y el escarabajo de pico de hierro, del musgo marrón, seco de las cortezas, de los gusanos de dentro, de los alcaloides de la seta del suelo, de arbustos espinosos y rastrojos, de las estrellas indiferentes arriba, refulgiendo, ¡soles innúmeros alrededor de nosotros!
  Pero es imposible.
  -¿Y si lo mejor de ti lo es porque lo ignoras? –me tiento, como un demonio.
  -¡Basta, basta! -grito.