8/26/2012

Carta al padre, de Franz Kafka


  La carta de Franz Kafka a su padre es un escrito demoledor, terrible, pero su prosa brillante, su tema y su estructura, la convierten en pura armonía, en un hito literario y humano de incalculable valor. A mi juicio, constituye la referencia en cuanto composición literaria de la pentalogía autobiográfica de Thomas Bernhard, que puede leerse como una Carta al padre de Kafka llevada al extremo, omniabarcante y qué duda cabe, a fin de cuentas, contra su autor.
  Se trata de un texto sin parangón en la propia obra de Kafka, nada de ésta se le parece demasiado, ni siquiera el resto de su correspondencia, de la cual es el documento más extenso. A La metamorfosis sólo es comparable en su rareza, en su carácter marginal dentro del propio legado kafkiano, aunque comparta con ella una enorme intensidad de emoción y razón. Y, aunque trate temas de su Diario, éste se desenvuelve de una forma muy diferente, en él sólo hay alusiones breves y alguna diatriba, pero el asunto principal de la carta, Hermann Kafka, se desarrolla aquí en sus perfiles más claros, con mayor riqueza de percepciones. Parece que el perdido K. de las novelas es capaz aquí de ver con nitidez. Conoce al detalle la figura de su padre. Su retrato es portentoso en este sentido, de una agudeza y una multiplicidad desbordantes. Kafka pone delante de su padre algo mejor que un espejo, se pone a sí mismo, con toda la inteligencia y la sensibilidad de que es capaz. Reconoce que en ocasiones su análisis es frío, pero la finalidad de la carta es romper el distanciamiento con su padre, y eso pasa porque Kafka logre hacerse comprender por él, a sabiendas de que resultará difícil, puesto que todo en la relación entre ellos, desde que el niño observaba atemorizado el poder de su padre, supone un obstáculo que aleja esa posibilidad.
  La carta comienza dando respuesta a una pregunta que el padre había hecho: ¿Por qué Franz dice que le tiene miedo? Es curioso que la inquietud del padre se refiera a que el hijo diga que le teme, no a que le tema. Al padre le perturba que su hijo exprese ese miedo, no que lo sufra. Desde el principìo empieza a describirse al padre por caminos insospechados. Comenzar así justifica el envío de la carta. Una carta así no podía haber sido solicitada y menos aún hacerse pasar por tal. Sin embargo, la pregunta que responde en su arranque la introduce de manera natural en el devenir de su interlocutor, tiene perfecto sentido, no es "locura" o "insensatez", como el padre gusta calificar otras actividades de su hijo. (Quizás en este punto asoman las "mañas de abogado" que Kafka confiesa a Milena Jesenka al enviarle una copia de la carta.)
  Kafka aborda desde el inicio una de las ideas centrales que quiere explicar a su padre: su miedo, que ha resultado tan determinante para él en tantos otros aspectos de su vida. Ese miedo es la causa de su sentimiento de disminución, que es global, que se manifiesta en lo físico, en la capacidad de juicio y en los motivos para actuar. Ante el hijo, Hermann aparece como un pater familias que reclama sus privilegios en todo momento y actúa arbitrariamente sin consentir desobediencias, imponiéndose por la fuerza de sus gritos, su dinero, su edad o incluso sus achaques. Un hombre cuya vida se dirige al sometimiento de quienes tiene alrededor, donde su hijo Franz se siente el más oprimido.
  Sin embargo, Kafka demuestra un conocimiento profundo de la forma de pensar y las razones del padre, de su particular ética, y, pese a que le parezcan nefastas, las expone con el propósito de llegar a un entendimiento con él.
  Se trata de un pleito privado, en el que las partes han de ponerse de acuerdo o jamás salvarán sus diferencias.
  Kafka completa el cuadro mostrándose también a sí mismo. Recuerda su sentimiento de culpa respecto de la familia al descubrir que sus amistades eran rechazadas sin apelación, que su deseo de vivir nada tenía que ver con el que su padre había planeado para él. Presenta el panorama que llevó lógicamente al malentendido. Y no cesa de profundizar en él, para que su padre le comprenda. Penetra en la diferencia que existe entre los dos. El padre: orgulloso, autoritario, torpe pero generoso, en ocasiones tan irresponsable como una tormenta de la naturaleza. El hijo: temeroso, enteco, atormentado por la culpa, incapaz de comprender las contradicciones de su padre, por qué actúa de forma opuesta a lo que dice que debería hacerse, por qué aplasta cualquier intento que surja de transgredir ese deber que él mismo incumple de continuo. "Tú, un ser para mí absolutamente determinante, no acatabas los mandamientos que me imponías a mí". Incluso el hecho de que se le desobedezca es para el padre un motivo para imponerse, independientemente de lo que ordene.
  ¿Puede extrapolarse el carácter de Hermann a un plano más general?, ¿en tanto burgués de su generación, por ejemplo, o en cuanto burgués de su generación que es padre además?
  En tanto que es judío no lo parece tanto. El dinero, el trabajo y las aspiraciones sociales han repercutido más en su vida que la religiosidad. Ante la religión adopta una actitud típicamente burguesa, la hipocresía. De hecho, Kafka sugiere que por el judaísmo podían haberse encontrado, o haber encontrado al menos una salida juntos de él. Comoquiera, la singularidad del padre resulta muy mermada respecto de la del hijo. Con el padre entran en juego una larga lista de convenciones, normas sociales y formas arteras para eludirlas, injusticias de toda laya, fingimientos sin sentido y prejuicios de clase; todo un sistema de poder que lucha con violencia por su expansión. La extrapolación sería posible en lo referido a los modos y valores de una forma de paternidad que ha imperado de manera más o menos generalizada en Europa hasta una época no tan lejana -Kafka sería hoy bisabuelo nuestro- y que tiene en esta carta una piedra de toque ineludible.


[Carta al padre y otros escritos. Franz Kafka. Traducción de Carmen Gauger. Alianza Editorial, 1999.]




8/19/2012

La otra parte, de Alfred Kubin


  Como señala Paco Jarauta en el prólogo a la presente edición, esta novela es “el sueño de un mago poderoso”. Alfred Kubin, nacido en Bohemia en 1877, pintor y dibujante cuya obra gráfica había alcanzado reconocimiento en los círculos expresionistas de la época, -destacándose por sus ilustraciones para los libros de Nerval o Strindberg, entre otros-, sufre una honda crisis depresiva a la muerte de su padre y, tras emprender un viaje a Italia que no logra reconciliarlo con su trabajo, “para buscar alivio”, según cuenta en su Autobiografía, comienza “a imaginar una historia fantástica y a anotar su trama”. Pero las ideas se agolpan en su cabeza, obligándole día y noche a escribir, de forma que en doce semanas concluye la redacción de La otra parte.
  El protagonista del relato, un joven artista cuyo nombre no llegamos a conocer, recibe de Claus Patera, antiguo camarada escolar, una extraña invitación para acudir con su esposa a un misterioso lugar situado en un punto impreciso del continente asiático, el cual constituye el “refugio para los descontentos con la cultura moderna”. A la invitación, Patera acompaña una cuantiosa suma de dinero, de manera que el matrimonio no tarda en decidirse y aceptar. A partir de ahí, asistimos al relato vívido y minucioso del descubrimiento del Reino de los Sueños, y de Perla, su capital, ciudadela donde Patera ha invertido su inmensa fortuna, reconstruyéndola siguiendo un plan rígido y peculiar: a base de viejas edificaciones y antigüedades traídas de todo el orbe, guiado por “una profunda aversión (...) contra todo lo que guarde relación con cualquier forma de progreso”. Los escogidos habitantes de tan extravagante país, invariablemente marcados por alguna tara o rareza, viven bajo el influjo de un poderoso hechizo, en un mundo donde sólo la ilusión es real, ajenos al exterior y sometidos a los inescrutables designios de El Amo. La utopía está lejos de resultar halagüeña. El joven dibujante innominado da cuenta con pavor del desquiciamiento creciente que reina en Perla, y de cómo él mismo se ve envuelto, atrapado por su locura. La vorágine de episodios infernales se precipita en un apocalipsis de destrucción y muerte. El narrador, como Dante, no puede más que describir el derrumbe con prodigiosa plasticidad, tratando de rescatar la poesía del miserable abandono y lo incomprensible hasta que, finalmente, el Reino de los Sueños es aniquilado.
  La otra parte es el desmoronamiento de una ilusión y una indagación en el vacío, en lo desconocido, en lo que ni siquiera tiene nombre. Kubin la escribió empujado por un arrebato de creatividad que escapaba a su total comprensión. Cruzó esa línea para arrojar sobre su época una luz que tal vez sólo ahora comprendemos.

[Alfred Kubin, La otra parte. Traducida por Juan José del Solar, Ed. Minotauro, 2003.]

8/09/2012

Una resistencia paradójica en lo humano


  Que la izquierda se ha vuelto tan retrógrada, simplista y dogmática como la derecha, se advierte claramente en su flamante manía de tildar de ultraderechistas a quienes no nos reconocemos ni en los discursos de la derecha ni en los de la izquierda y preferimos pensar la actual catástrofe política en otros términos, -Masa y Poder, por ejemplo-, hartos de ver a socialistas gobernando como fascistas y a liberales agigantando el estado hasta confines inhumanos, bestiales, diseñados a medida para reses. Derecha e izquierda no se diferencian desde hace mucho en sus actos de gobierno, orientados a alienar, controlar, reprimir y exprimir cada vez con más saña y ahínco a la población, y en lo que dicen son asimismo idénticas puesto que ambas, fundamentalmente, mienten. Tanto derecha como izquierda procuran sólo conservar su puesto en el poder a costa de los ilusos que aún les votan en ingente manada.
  Resulta curioso observar cómo los últimos conatos de rebelión se han arrogado también el destierro de la mentada dialéctica. “No somos ni de derechas ni de izquierdas”, repiten sin descanso las asambleas, para, una vez dirimido el circo de vanidades, banalidades y frivolidades sin cuento, la espectacular farsa de la revolución, introducir, a modo de nota, propuestas directamente extraídas de Marx y demás festivos y novedosos reformadores.
  También llama la atención recordar a esos mismos callados como putas respecto del totalitarismo entretanto transcurrían los años de así llamada bonanza, regocijándose como monos en las múltiples celebraciones del nuevo orden tecnológico, cuidándose mucho de sacar tajada, y que sea precisamente ahora, porque no hay un duro, cuando se inflaman contra los abusos del poder. ¿Qué quieren?, ¿libertad o dinero?
  Uno, en cambio, tiene por su más sagrado deber y derecho defender contra viento y marea la independencia de juicio. Así lo aprendió de sus maestros y en esa búsqueda incesante todavía no ha encontrado argumento que invalide las ventajas derivadas de ello.
  Es una pena que con la creciente pujanza de Masa y Poder, así como de la ciega inercia inherente a éstos, el destino inexorable del independiente sea la soledad, la paulatina despolitización, una resistencia paradójica en lo humano: cada vez menos humana en el sentido de política que lo humano ha conllevado hasta ahora.
  Sin embargo, la bestialización de Masa y Poder obliga a ello, pese a que en el horizonte nada se adivine con seguridad y la incertidumbre sea acaso la única relativa certeza presente; el futuro, que se sepa, jamás ha acaecido.
  Permitid que me aparte. Tarde o temprano hemos de abandonar las ciudades, que son nuestras tumbas, las mismas que cavamos día tras día sin desmayo; y venir al campo, a la mar, hambrientos de una humanidad que ya no tenemos y que aquí es cosa del pasado, porque en la naturaleza las metamorfosis continúan sin tregua, de acuerdo con la obstinada permanencia del cambio. Es en creer que somos esto o lo otro, que las cosas son esto o lo otro, -en vez de simplemente dejarse y dejarlas ser-, en la obediencia y la dominación, donde la muerte se nos está adelantando.

8/06/2012

Un fantasma de Yerba


A Encarna Ros y a Gabriel Batán,
y a sus hijos: Carlos, Gabriel y Sergio.


  “Apaga y vámonos”.
  En sueños, suele ser Baudelaire el único capaz de una respuesta convincente cuando, después de eso, alguien pregunta: “¿Adónde?”
  “¡Anywhere, out of the world!” –responde enérgico, y así nos calma, aunque sigamos perdidos.

  Lo normal era terminar en una librería. Puesto que éramos alérgicos al trabajo, carecíamos de dinero suficiente para emborracharnos todo el tiempo, y ningún otro lugar hubiera resultado acogedor. Y menos en Pantanosa, ciudad a la que nos había confinado un destino arbitrario. La costumbre era terminar en Yerba.
  Recuerdo la primera vez que entré; entonces conocí a Charles. Yo removía entre los anaqueles, buscando un par de títulos que me rondaban el magín. Pero no había forma de dar con ellos. Aquellos libros se me resistían desde hacía meses, parecían haberse borrado de la faz de la tierra, y no me atrevía a pedírselos a los libreros. El encanto se hubiera esfumado de inmediato. En cuanto abriese la boca para pronunciar los nombres, mi deseo de leerlos habría desaparecido. No me pregunten por qué. Entonces alguien me tocó el hombro. Miré a mi espalda, alrededor, y no vi nada. Nada salvo la calva reluciente del librero envuelta en una espesa nube de humo. Estaba solo en la librería.
  De pronto oí una voz cascada en mi oído. Un tipo prematuramente avejentado, con barba cana de varios días, el pelo grasiento, la piel del rostro triturada de cicatrices y que apestaba a alcohol, me dijo:
  -No hay suerte hoy, ¿eh?
  -No estoy de pesca –dije yo, antipático adrede, y añadí-: ¿De dónde ha salido?
  -Llevo meses aquí.
  Su aliento me hizo sentir náuseas, hedía como una cloaca. Me alcanzó un libro y continuó:
  -Prueba esto. Lo escribí yo hace años. Está basado en una peli –y, sorprendido de su ingenio, rompió a reír con estruendo, como un demonio venático.
  Me di la vuelta, pero el librero no se inmutaba, seguía fumando. Cuando me giré de nuevo, el tipo había desaparecido. Ni siquiera el olor del alcohol me dejó. Sólo el grueso volumen.
  Observé el libro: Hollywood, Charles Bukowski, pulcramente encuadernado en blanco plastificado, con una ilustración en rojo y naranja y violeta chillones. El dibujo era un retrato en el que un vejestorio arrugado empinaba una botella de licor ante un fondo de palmeras imposibles, azules, dejando que el líquido descendiera copiosamente por su garganta. Era clavado a la aparición de instantes antes; los ojos reflejaban el mismo brillo demencial.
  Pagué el libro, me fui a casa y lo leí de un tirón, soltando carcajadas sin cesar. “Menudo loco pervertido”, pensé, y acabé de un trago la botella de tinto con la que aderezaba mis lecturas. La tarde siguiente regresé a Yerba y allí estaba el viejo borracho otra vez, visiblemente más bebido que el día anterior, riendo de manera desagradable.
  -¿Leíste el libro? –inquirió nada más verme.
  -Sí, es bueno –le dije.
  -Es una jodida obra maestra... Pero nadie se fija en la pasión. Creen que sólo es la historia de un borracho salido que tuvo suerte al final.
  -¿Y no es así? –pregunté. Quería provocarle-. Parece que los coños y el alcohol sean lo único que le importa a Chinaski.
  -Sólo lo parece. No te dejes engañar como hacen esos adolescentes.
  -Pero... soy un adolescente.
  El viejo salió de la librería y cruzó al bar de enfrente. Le seguí. Pidió vino. Me senté a su lado y pedí cerveza.
  -¿Bebes? –preguntó, y vació su vaso.
  -Siempre que puedo –respondí, y apuré el mío.
  Pedí otras dos y el camarero las puso encima de la barra.
  -Gracias –dijo, y bebió de nuevo-. Me llamo Henry. Pero ahora que me has invitado puedes llamarme Hank.
  Y siguió bebiendo.
  -¿Qué haces en Yerba? –le pregunté.
  -Es la única librería de esta ciudad donde no me han prohibido la entrada. El librero deja a la gente en paz, y tiene libros míos siempre. Es un asco esto de tener que venderlos yo mismo, pero no hay otra forma de seguir bebiendo.
  -Pero el libro decía que habías muerto... el año pasado.
  -No creas todo lo que dicen los libros.
  Pidió otro lingotazo y prosiguió:
  -Es la pasión lo único que importa. Confía en ella porque es lo único cierto. No toda esa mierda de la sabiduría y la felicidad o la belleza. Todo eso es una mierda. La literatura es una mierda. Sólo la pasión es de verdad.
  Los vasos apenas duraban llenos entre sus manos.
  -Tal vez, pero los libros son lo único seguro que existe -insistí.
  -Durante años pensé lo mismo, pero ya no –dijo, echando otro trago-. ¿Quién necesita seguridad? –preguntó, bebiendo otra vez-, un libro no vale nada sin pasión, apréndetelo bien. La mayoría son sólo cerebro o sentimentalismo imbécil, con la barriga llena, claro. Si quieres acertar siempre, dedícate al alcohol. Ahí no caben errores.
  -In vino veritas –recité.
  -Exacto –dijo, y desapareció de súbito.
  Estuve días sin regresar a Yerba. Pero una tarde encontré a Hank emborrachándose en el banco de un parque.
  -¿No trabajas hoy? –le pregunté.
  -Ven conmigo –contestó.
  Me llevó al MAL (Monopolio Anglofrancés del Libro). Un edificio gigantesco, repleto de dependientes solícitos, que simulaba la arquitectura de un estadio de fútbol.
  -Esta gente cree que los libros son perfumes –protestó-, no tienen ni idea. Los que no piden que los envuelvan para regalo es porque se llevan libros de texto. Ni fumar te dejan. Escucha la música de lata que ponen. ¡Y no paran de comprar, fíjate! ¡Se dedican en cuerpo y alma a la literatura pero sólo les importa el dinero! Y ni siquiera lo gastan en beber. Sólo en coches, hipotecas y maquinitas... Mira a ése, acércate.
  Me puse con disimulo junto al hombre que me había señalado, un individuo de traje y corbata con el cabello engominado. Sus zapatos resonaban en el mármol del suelo al caminar. Tap, tap, tap. Se aproximó al mostrador, de espaldas a las estanterías, carraspeó y dijo:
  -Señorita, estaba buscando... Idiotas, del Doctor Yekil.
  -Un momento –dijo la mujer con voz atiplada, y componiéndose el uniforme verdiazul, empezó a teclear en el ordenador- ...ummmmm... creo que no, no tenemos nada de ese autor.
  -Entonces, a ver... –el tipo se sacó un papel doblado del bolsillo, lo desplegó, lo miró y dijo–: El Papa Gordo entonces. Sí, El Papa Gordo, de Valsak.
  -¿Valsa, dice, con uve?
  -Correcto, con uve, y con ka al final.
  La empleada escrutó en el ingenio electrónico durante un par de minutos. Al cabo, salió de su mutismo y anunció:
  -Ese no le tenemos, pero hay otro aquí que quizá te interese... Antología postpoética en neolengua, con un prólogo del Papa... ¿los Papas son gordos siempre, no?
  El tipo asintió, confirmando la lúcida observación; pese al leísmo y el tuteo, le pareció que la chica era eficiente.
  -Me lo llevo. Póngame ése y tres kilos de premios Cosmos. Todo para regalo.
  -Enseguida, caballero. Gracias por comprar en el MAL. ¿Conoce usted las ventajas de nuestra tarjeta VIP?
  Hank había vuelto a escabullirse. Salí a la calle y lo encontré vomitando sangre en los muros de la universidad.
  -¡¿Lo ves?! -aulló-. ¡Y no paran de leer! ¡No son los libros! ¡Es otra cosa! ¡Pasión, pasión! ¡Nada más que eso!
  Extrajo una petaca del bolsillo de su raída, sucia chaqueta y echó un generoso trago. Me la pasó y bebí. El contenido sabía a rayos, pero me insufló calor y ánimo.
  -¿Dónde vamos ahora? –inquirí.
  -A Yerba, claro.
  No volví a verle. Pude abandonar Pantanosa por unos meses, pero siempre terminaba retornando; el arbitrario destino me obligaba. Me quedaron sus libros, y otros más que me recomendó o que parecían llamarme a gritos desde las estanterías de Yerba, envenenados con todos los demonios de la pasión. Pero no lo vi más, a Henry. En realidad, no volví a encontrar a nadie en la librería, siempre vacía, tranquila, hospitalaria. Daba gusto estar allí. Algún rezagado silencioso y tímido de vez en cuando, como un fantasma.
  Al final tuvo que cerrar. Una pura ruina, claro. El MAL acaparaba la clientela. Todo el mundo compraba sus regalos allí. Y los lectores eran cada vez más pobres. Apenas gastaban su dinero en Yerba.

  “Apaga y vámonos”.
  “¿Adónde?” –me pregunté.
  “¡A cualquier sitio, fuera del mundo!”.
  Charles tenía razón, decidí seguirle.


[Publicado en el diario La Opinión de Murcia, el 22 de julio de 2012.]

8/01/2012

La escuela del buen oír, de Elias Canetti




  Auto de fe. Esta es la historia de un hombre-libro. Peter Kien, “el mayor sinólogo vivo”, pasa los días traduciendo y reconstruyendo manuscritos orientales, obnubilado por los 25000 volúmenes de su biblioteca. La vida social se le antoja una pérdida de tiempo; los hombres sólo le inspiran desprecio. Kien vive para la Ciencia. Pese a todo, Teresa, su ama de llaves, conquista su confianza y Kien se casa con ella, accediendo al mundo burgués. Sin embargo, su rígida razón le impide desenvolverse en esa nueva vida llena de ambigüedades. Su trabajo queda reducido al mínimo, y su soledad se puebla de personajes extraños. Pero Kien será incapaz de comunicarse con ellos, será incapaz incluso de advertir esa imposibilidad, de forma que las circunstancias lo arrastrarán a una espiral de malentendidos sin retorno. Auto de fe huye de toda complacencia, es un libro desgarrador, incómodo. Arroja luz a un mundo desintegrado a través de un personaje desintegrado. Arremete contra los excesos de la razón abstracta y de la ciencia, que fracasan en su intento de ordenar el mundo, ajenas a lo que el mundo en verdad es. Pero también denuncia ese mundo dominado por la inercia de las masas, cuyo resultado es la degradación del lenguaje y donde, por tanto, la persona singular está indefensa.

  Las voces de Marrakesch. A partir de una serie de estampas que evocan un viaje realizado en 1954, Canetti describe la vida en esta ciudad marroquí. Antes de su estancia, el autor descartó la posibilidad de aprender árabe o bereber. “Quería que los sonidos me llegaran tal y como eran, sin debilitarlos con ningún conocimiento artificioso e insuficiente”. El resultado es un cuaderno de recuerdos que en efecto logra transmitir toda la sensualidad de esa música, en el que la curiosidad y la fascinación del viajero se ven espoleadas de continuo. La mirada del occidental se posa sobre ese paisaje desconocido y sus gentes ávida, inocente, aunque en ocasiones le cueste comprender y constate asombrado que lo único exótico e inexplicable allí es él.

  El testigo oidor. Este curioso juego literario se sitúa entre la sátira moral y el análisis psicológico. Canetti se inventa cincuenta caracteres distintos, todos ellos exagerados, y los retrata con marcado humor. Un amplio catálogo de vicios es sometido a escrutinio en estas páginas, que suscitan una continua sonrisa y donde el lector reconocerá puntuales reflejos de la vida cotidiana, incluso de sí mismo. El testigo oidor sugiere el conocimiento de la realidad mediante ficciones desmesuradas. Así, la realidad aparece como un grotesco desfile de flaquezas humanas que sólo puede sobrellevarse desde una ironía sin fisuras.



[Elias Canetti. Obras completas, III. La escuela del buen oír.
Traducción de Juan José del Solar.
Ed. Galaxia Gutemberg/Círculo de lectores, 2003.]