6/19/2012

Contra la navaja de Ockham


     Salvo que se aplique el derecho a la pereza o la ley del mínimo esfuerzo, a la hora de interpretar el mundo, parece claro que es preferible una teoría más compleja y más acertada a una más simple y menos acertada. La pereza y la racanería, -auténticos motores de esa hipocresía llamada principio de parsimonia-, tal vez sean oportunas en política, son legítimas en ética e indiferentes para la moral, pero son filosóficamente erróneas, puesto que la filosofía, aunque no pueda impedir descalabros particulares, tampoco debe apoyarlos. El menor número de axiomas en que se sostienen las teorías simples no presupone la existencia de éstos en las teorías complejas, que, al contrario que aquéllas, no tienen por qué fundarse necesariamente en axiomas, o, eventualmente, de hacerlo, no exigen de tales axiomas que se resuman en uno solo, primen unos sobre otros o se excluyan entre sí, pudiendo darse simultánea y contradictoriamente, en equilibrio inestable o como juego armónico, inagotablemente descriptivo y creador. La economía de la naturaleza lleva la impronta de la fecundidad, no de la escasez, y lo complejo pone de manifiesto esa infinitud, negando la necesidad de reducir el mundo al simplismo de dogmas indemostrables que sólo sirven para ocultar y falsear la ignorancia fundamental, socrática, que toda teoría desvela cuando es cierta.

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