5/03/2012

Socorro (SOS)

A Miguel Fructuoso
    
     Humano fue Sócrates, quien nunca se engañó con más verdad que la ignorancia y no escribió una palabra. Sin embargo, Sócrates, poseído por su natural demonio, amaba el saber con tamaña devoción que no cesó de hacer preguntas hasta que sus vecinos, hartos de indiscreciones, optaron de común acuerdo por asesinarle. Con ocasión de tan solemne juicio, las leyes promovieron abierta injusticia para expulsar a los atenienses de la naturaleza y conducirlos a través de la historia.
     Diógenes, a quien Antístenes testimonió lo ocurrido, ya no quiso saber nada. Con la herencia de su padre, falsificó una tinaja de las que se usaban para enterrar a los muertos y la convirtió en su casa. Se masturbó cínicamente en el ágora profiriendo animaladas y, como perro hasta el final de sus días, vagó por las calles de Atenas en busca de un hombre que, a sus ojos, ni siquiera Alejandro alcanzó a encarnar plausiblemente.
     Veintiún siglos más tarde, en Alemania, Goethe, que debió de intuir con el opio fractales en la protoplanta, cuánto de demasiado humano había en ella, a sabiendas del peligro socrático que tal hallazgo podía acarrearle, estaba, no obstante, tan orgulloso de la buena nueva, que no pudo resistirse a componer la segunda parte de Fausto, donde la naturaleza, si bien de manera oscura *, se manifestó en un modo que trascendía con mucho lo anteriormente expresado por sus tratados científicos. En pago, Goethe, adicto como era a la vida muelle, aterrado ante el destino de ermitaño que se insinuó a sus pies, hubo de disimular ad nauseam, y representó el papel de poeta cortesano sin descreer jamás de Dios públicamente, asumiendo resignado que él ya era moderno.
     Rimbaud, que no era tan comodón y había leído a conciencia El Quijote además de Fausto, no pudo menos de acometer el paso siguiente reclamándose otro, quijotesca y absolutamente moderno, y prefirió entregarse al comercio de las armas antes que rendir la luz infernal de sus letras a una mesnada de cobardes y viles criaturas.
     Hölderlin descubrió lo mismo y emprendió su propio camino. Aunque Hölderlin, tanto más bondadoso cuanto menos dotado para el fingimiento y la lucha, luego de andar largamente, adoptó el coherente apelativo de Scardanelli y se refugió en un molino que seguro transmutó escribiendo disparates en otro imaginado y gigantesco suceso.
     Los postmodernos reconocen a este último cierto talento, ven en él una excepción entrañable, si bien luctuosa, cuyo extravío empecinado en fórmulas caducas acaso un Freud más madrugador habría remediado a base de cocaína. No tienen pinta, sin embargo, de haber leído con la atención estimulada a Goethe y es posible que, en breve, reputen de apócrifa la vida de Sócrates. A tales momias, tristes, aburridas y anticuadas, oponen nombres más vibrantes: Benjamin, Lyotard, Derrida, los actuales, el pop, incluso ancestros como Diógenes y Rimbaud, de quienes no dudan en arrogarse también legados cuando hablan o escriben o actúan, y hablan y escriben y actúan sin tregua, traicionándolos bellacamente, exigiendo como retribución inexcusable de su espectacular trabajo lo máximo de aquello que más odiaba el griego y enarbolando esa máxima del francés que, obviamente, son incapaces de comprender, pergeñando neolenguas postpoéticas que a uno y otro hubieran asqueado y de las cuales se hubiera compadecido tiernamente Scardanelli, que justifican e imponen la sucesión de horizontes desérticos, donde las palabras están vacías y desprecian la belleza, son superfluas, mera jerga de mentiras académicas, encubridora gimnasia intelectual con una batería en lugar de corazón, a cambio de la cual, el poder, previa exhibición pública de pleitesía por su parte, les abona prebendas ridículas. Así, grotescos y amorales, prosiguen esclavos su infame servicio mientras hacen gala de una infatuación que humilla la memoria de Benjamin y al mismo Goethe hubiera avergonzado, pues, por más honores que hubiese recibido a cambio, Goethe, que defendió sin ambages el belicismo prusiano de Napoleón, jamás habría consentido dirigir un teatro que, siquiera fuese lírica y sutilmente, no agitara la hipócrita conciencia burguesa. Ellos, a la inversa, barruntando por azar o ciencia infusa que en el teatro no se reza (Goethe), se afanan por exterminar la semántica hasta en el seno de sus propios eslóganes; truecan paradigma en dogma; depredan la naturaleza, la usan y la tiran; postulan pacifismo y respeto falsos (relativos, en el otro sólo), la muerte de la tragedia, dos dimensiones, lo nuevo en televisión, aeropuertos, títulos sin nada o nada pura sin título, frivolidad, obediencia, sucedáneo, malversación, anfibologías, tautologías, paralogismos, más dinero, diversión, publicidad, amor risible, parques temáticos, simulación; llaman metafísica a la incoherencia, libertad a la inercia, amplitud de miras a su ensimismamiento y miopía presentes; tienen por fin exclusivo engrosar las filas de una masa ya ni siquiera embaucada con ruedas de molino, sino estrictamente con chicle; para que el poder, cuya mano lamen persuadidos de que la muerden (y de que la muerden... ¡cínicamente!), entretanto, igual que siempre, recaude y administre muerte sin estorbos mediante el habitual despliegue de numerosa y activa gente de estaca. Leviathan, sí, ahora, absolutamente moderno, que ha logrado añadir a sus deletéreos e incontables monopolios y oligopolios, fuera de las pantallas, el monopolio del mercado de las armas, llamado "ejército profesional", "alianza de paz", "plan de seguridad democrática", "policía autónoma", etcétera, en prueba de que idéntica hazaña se extenderá pronto sobre el de las letras, puesto que los postmodernos se muestran altamente eficaces y las masas, vampirizadas, hipotecadas, estafadas por voluntad propia, acatan bombardeos, depositan su voto y únicamente rugen en pos del progreso sostenible contra el libre mercado.
     El lado amable del asunto estriba en que, sumidos como estamos hasta el cuello en semejante piélago, si de verdad queremos permanecer con vida y respirar, hemos de volver por fuerza a los misterios y ruinas de la antigüedad, y ver entonces qué pasa. Desafortunadamente, contamos con indicios sólidos de que también Nietzsche, a pesar de su lucidez y generosidad inagotables, se equivocó, cuando menos de hora, pues de otro modo no se explica que, entrados ya de lleno en el siglo por el cual apostó, sigamos sin saber nada, ni siquiera de la nada ni menos aún cómo salir de ella, por más presente y aplastante que la sintamos.

(*) No en vano dice Heráclito que la naturaleza ama esconderse.


[Publicado en el diario La Opinión de Murcia el 29 de Abril de 2012.]


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