5/17/2012

Atmósferas desconocidas (sobre los paisajes de Claudio Aldaz Casanova)




     En una anotación de su diario, correspondiente al dos de enero de 1947, escribe Jünger: “Si en este estadio de ahora fuese ya perfecto un cuadro, ello sería un signo de que el artista ha renunciado a la posibilidad extrema y se ha resignado”.
     Esa posibilidad extrema es lo que investigan las pinturas de Claudio Aldaz, que por un lado miran al mundo con dolor y por otro renuncian a conformarse con la alienación de la técnica y el futuro. De ahí su imperfección, que no es voluntaria, sino que ocurre como una necesidad, porque se está ahí. Se trata de una mirada que interroga al mundo sin cesar, surcando paisajes sorprendentes y descubriendo en ellos un enigma ante el que no bastan los elementos románticos, primitivos, ni los estrictamente técnicos. Son, en parte, una aventura en el vacío, entendiendo por vacío, aquí, lo desconocido.
     Centinela.
     Descargando... paisaje romántico.
     Química orgánica.
     Atmósfera desconocida verde.
     Los propios títulos denotan ya complejidad. Es más, ni siquiera esos títulos son fijos, a veces cambian, porque el paisaje no se deja apresar, no se puede reducir. El movimiento está presente siempre. En cada lugar el infinito se impone con una sobreabundancia capaz de provocar aturdimiento. La interrelación de todo lo que hay es continua, tanto que no bastaría un cuadro -ni aunque fuese un cuadro perfecto-, son precisos múltiples cuadros, y es preciso que esos cuadros se comuniquen.




     Los paisajes que aquí se muestran son externos: planos, cuerpos humanos, desiertos, montañas, caminos, escenas del espacio... Están influidos por la literatura futurista y de ciencia ficción, por el presente de una sociedad acelerada e irreflexiva, consumista, llena de aparatos de recepción y multitud de títulos, y que ataca sin consideración a la naturaleza; una sociedad políticamente enferma, donde está teniendo lugar una transformación técnica de impredecibles resultados. Claudio mira ahí con lucidez, trágicamente alegre. Siente la fertilidad, la sensualidad del mundo y especula con la enormidad que se abre ante sus ojos entre el suelo y el cielo. Utiliza tela, madera, óleos de todos los colores, alternando la luz y la oscuridad, barnices vegetales, ceniza, insectos y conchas de caracol. Así, las pinturas transmiten fisicidad y verdad, adquieren un carácter en ocasiones orgánico, terrestre, de pura materia viva.
     No obstante, ese exterior desconocido, caótico del cosmos tiene su correlato en el infinito interno del hombre. El paisaje, los paisajes, son también internos; quizá, ante todo, sean internos a pesar de las referencias culturales que en ellos aparecen. Entramos, de este modo, en el territorio que el pintor explora en tanto que psiconauta, en tanto navegante de su propia psiké, en tanto asume el riesgo de la libertad y decide emprender también ese viaje, movido por una curiosidad que nunca llega a saciarse, que quiere más y más vida.
     Se trata de esa dulce embriaguez que provoca el sexo, de la exuberancia y el vértigo que traspasa los cuerpos en el placer. La carne y la piel se vuelven también paisaje. Los cuerpos se funden voluptuosamente con la tierra, las cinturas acogen valles sinuosos, los senos se convierten en colinas y los culos perfilan la línea curva del horizonte.
     Y se trata también de la experiencia con drogas, con substancias que rompen fugazmente las cadenas del pensamiento y la sensibilidad convencionales, que generan nuevos interrogantes, donde pensar y sentir son lo mismo. Se trata de la ebriedad como posibilidad que abre la percepción a dimensiones diferentes de la existencia, sobre todo de la propia existencia, del propio yo. Se trata de sueños y pesadillas. Se trata de un peligro planetario. Y se trata de todo lo que, al cabo, aún ignoramos de nosotros mismos.
     La sucesión de interrogantes acerca del mundo y el hombre implícitos en estos paisajes permite a cualquiera que los contempla reconocer aspectos que a él mismo, alguna vez, le han inquietado o pueden inquietarle. Pero, en todo caso, la indagación comunica con el espectador, pone en común con él problemas y experiencias, a sabiendas de que las preguntas no tienen fin, de que las respuestas son frágiles y escasas, y de que la tarea resulta, por tanto, inmensa, tan desoladora y dolorosa por momentos como feraz y pródiga en recompensas.


[La muestra Atmósferas desconocidas, de Claudio Aldaz Casanova, se expone desde el 10 de mayo en el Bar(co) El Mallorquín, C./ Joaquín Costa, 10, Murcia.]

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